Durante la campaña #MiPrimerAcoso no hablé de mi experiencia
personal porque yo ya he abordado abundantemente el tema y he recreado en mis novelas —en particular en La lágrima, la gota y el artificio— lo
que significa el acoso para las mujeres en las calles de la Ciudad de México.
Me interesaba más, en cambio, escuchar a las demás compatriotas, y muy
especialmente a las que se expresaron por primera vez.
Aquí voy a recordar, en cambio, algo que todos
mis colegas escritores mayores que yo y contemporáneos han olvidado por razones
obvias, que es lo que constituyó mi primer acoso público, esto es, como
escritora publicada por primera vez. Ocurrió hace 29 años, durante el II
Congreso Internacional de Escritores Policíacos organizado por Paco Ignacio
Taibo II y Rafael Ramírez Heredia (precursor de su Semana Negra de Gijón), que
se celebró en San Juan del Río, Querétaro, en marzo 1987, cuando tenía yo 26
años. El año anterior se había publicado mi primera novela, Crimen sin faltas de ortografía, que
ganó el segundo lugar del Primer Concurso Plaza & Janés de Novela Policial,
1985. Viene al caso explicar que tal reconocimiento fue siempre polémico: hubo
quienes decían —y así lo escribieron— que yo merecía el primer lugar, pero por
otra parte me llegaban rumores desde el medio editorial de que Paco Ignacio
Taibo II “estaba furioso conmigo porque sólo ganó el 6º lugar”, y que había
dicho que “mi novela es una porquería”.
Lo único que sí pude corroborar es que Taibo II estaba
muy encabronado, pero no solamente conmigo, sino sobre todo contra María Elvira
Bermúdez, a quien le preparaba emboscadas cada vez que le tocaba hablar porque,
según explicó a sus aprendices y admiradores, “no se trata de excluir, sino de
masacrar” (esto yo lo escuché con mis propios oídos de labios del hoy promotor
del voto por Morena).
En ese contexto, yo era un alfil en la batalla que
se libraba sin cuartel entre novela enigma y novela negra en tiempos de la
Guerra Fría, cuando era todo un acontecimiento que asistiera a tierras
capitalistas el soviético Yulián Semiónov, novelista y presidente de la
Asociación de Novela Negra y Política, junto con el norteamericano Roger Simon
(en cuyo país nunca imaginé que terminaría viviendo yo). Mi presencia era no más que una pieza en ese
ajedrez, ya que el subgénero enigma, por tener entre sus mayores exponentes a
Agatha Christie, se estigmatizaba como “de derecha”, “burgués” y “banal”,
aunque yo —como se descubriría más adelante—, no era una escritora de “derecha”,
y Umberto Eco, tampoco, pero todavía no se popularizaba en español su portentosa
novela El nombre de la Rosa que es,
rigurosamente, una novela policíaca de enigma y, además, un planteamiento progresista
en favor de la difusión del conocimiento. De modo que el mencionado Congreso
versó sobre lo que Umberto Eco ya había refutado con un libro que se
convertiría en clásico, pero que los asistentes —con excepción de Vicente
Leñero, quien sí lo mencionó, por lo menos a mí, en una conversación de
sobremesa, o como se dice, “en corto”— todavía no registraban.
Pero no sólo recibí trato de pieza de ajedrez
político.
Una noche tocó a la puerta de mi habitación José María Espinasa con un amigo para invitarme a una pachanga. Yo estaba ya en piyama, pero me dijeron que no importaba, pues era una panchanga informal, digamos. Me pareció en su momento excelente idea y, entre risas y bromas, me llevaron de la mano, casi jalándome pero todavía entonces amistosamente, a la habitación donde se celebraba la fiesta.
Una noche tocó a la puerta de mi habitación José María Espinasa con un amigo para invitarme a una pachanga. Yo estaba ya en piyama, pero me dijeron que no importaba, pues era una panchanga informal, digamos. Me pareció en su momento excelente idea y, entre risas y bromas, me llevaron de la mano, casi jalándome pero todavía entonces amistosamente, a la habitación donde se celebraba la fiesta.
No obstante, tan pronto como llegué me di cuenta de que realmente no
quería estar ahí. Un grupo de hombres y una periodista que después sería una escritora bebían hasta caerse. El cubano castrista Alberto Molina fumaba la
mota prohibida en su isla, y se carcajeaba. No sé si era la primera vez que probaba
la marihuana pero se comportaba como si ésa fuera su noche... y yo, su trofeo. No
me pareció muy divertido que me hubieran llevado ahí como regalo para el señor. La fiesta estaba ya muy avanzada y los convidados
querían sexo. Yo no solamente era abstemia sino que no me sentía atraída hacia
el desagradable aspecto del cubano fumando mota que, como se decía entonces, “quería
conmigo”.
Resolví que aquel convivio liberador no era para
mí y traté de irme. Tan pronto como lo intenté, los hombres me detuvieron por
la espalda. Entre todos me jalonearon para que me quedara, pero ágilmente me zafé de todos ellos, pues yo era la que no
estaba borracha ni pasada y, como constantemente se mencionó en los periódicos,
“la más joven”.
Sí: era la más joven. También para correr era la
más joven. Y eso fue lo que hice a lo largo de los pasillos: corrí y corrí,
mientras un grupo de escritores borrachos me persiguió gritando: “¡Malú! ¡No te
vayas! ¡Malú!”.
Eso fue todo lo que escucharon desde sus
habitaciones (si es que se hallaban en ellas a esas horas de la noche) los
demás participantes del Congreso: una corretiza y mi nombre, hasta que llegué a
mi cuarto y me encerré con llave.
Al día siguiente, cuando me presenté en el
comedor, se hizo un silencio de película. A partir de entonces, mi trabajo como
novelista desapareció. Lo importante era mi cuerpo y la
corretiza (al respecto de lo cual quizás también cabe aclarar que nadie pidió disculpas, y también es pertinente preguntarse qué habría pasado al revés: si se hubiera tratado de un escritor y no de una escritora). En los periódicos continuó el acoso, pues en aquel entonces no había Twitter. Rafael Ramírez Heredia incluso
escribió una reseña en El Búho en la
que desde el título se burlaba de mí. Era una forma muy típica de la época: como si hacer
mofa del aspecto físico de una mujer o de su forma de vestir fuera parte del “talento del bohemio”. Acosar era normal, pues. Si una mujer era perseguida en los pasillos de un hotel contra su voluntad, la anécdota era tema literario y la culpa, claro, de ella.
En la revista Activa
les pareció muy gracioso sugerir que era yo la que perseguía a los hombres.
Pero no todo fue digno de lamentarse: una década
y dos novelas después hice una “antipublicidad pornográfica” en homenaje a esa noche. A propósito, Un
Dios para Cordelia ya es veinteañera, con motivo de lo cual fue presentada su
nueva edición marco de la FIL de Guadalajara por el maestro Álvaro A. Delgado y
por el director de la editorial, Fernando Valdés. Próximamente estará a la
venta en la CDMX.