lunes, 21 de junio de 2021

Sobre la novela "Al final del patriarcado" para la página ESCRITORAS MEXICANAS

 

Entrevista a Malú Huacuja del Toro

Por Fanny Morán



A veces, la distancia geográfica nos impide relacionarnos de forma personal, pero en tiempos pandémicos, hemos sabido acortarlas mediante los medios informáticos a los que tenemos acceso hoy en día. Esta entrevista en un ejemplo de ello. A través de estos medios, podemos seguir el trabajo de escritoras mexicanas sin perderlo de vista a causa de las fronteras territoriales.  

¿Cómo surgió este libro?

Este libro está inspirado en el primer crimen del nuevo milenio perpetrado por los ejércitos de troles en las redes ciberespaciales durante una campaña electoral para favorecer el voto por un partido: fue el llamado PizzaGate, que ocasionó que un psicópata armado entrara a una pequeña pizzería en la capital del imperio con la intención de matar al dueño de la misma. El hombre había leído muchos memes en Twitter y se había creído que, en los sótanos de las pizzerías, unos prominentes políticos mantenían una red de pederastas. En la realidad, el individuo no logró dar muerte al dueño de la pizzería, pero mi novela está inspirada y, en términos de contexto, bastante apegada a ese suceso, que investigué a fondo […]



Tal fue la fuente de inspiración, pero creo que no responde a tu pregunta. No exactamente. Tú me preguntas cómo surgió.  Para serte honesta, creo que surgió de una inquietud en torno a la pregunta de si la novelística tiene género o no. Muchas de mis novelas policíacas y de misterio anteriores son protagonizadas por una investigadora, una detectiva independiente que por alguna u otra razón hace ciertas indagaciones, y son, obviamente, narradas desde un punto de vista muy otro. Pero no plantean de suyo la posibilidad de que la narrativa en sí tenga género, de la misma manera que ahora el lenguaje incluyente está cuestionando muchas decisiones al hablar que antes ni siquiera nos atrevíamos a pensar: ¿por qué decimos sin pestañear “sirvienta” y “sirviente”, pero somos más reticentes a normalizar la distinción entre “presidenta” y “presidente”, si la regla gramatical aplicable es la misma? Lo repito para quienes juegan a saber mucho de lingüística y reglas sintácticas en estos casos, pero fingen no entender este aspecto: la regla gramatical para “sirvienta” y “presidenta” es la misma. ¿Por qué, entonces, la diferencia? 

La respuesta es muy sencilla, y no es gramatical, sino cultural: porque estamos más acostumbradas a ver y ser sirvientas que a ver y ser presidentas (o vicepresidentas, ¿verdad?, por ejemplo). Y la cantidad de mujeres en la Real Academia de la Lengua Española sigue sin alcanzar siquiera el 10%, aunque somos la mitad de la humanidad. No estamos debidamente representadas en nuestra lengua, ni siquiera en cantidad, mucho menos en calidad.

Que conste que no me refiero al género de las palabras en sí, que yo no cambio porque forma parte del legado de mi idioma, al que amo (la belleza de las lenguas romances, a diferencia de las sajonas, es que las palabras en sí mismas tengan género, porque se derivan del latín). Con excepción de algunos casos y coyunturas en el activismo, como puede ser para subrayar una postura política (como es el caso de la antimonumenta por los feminicidios, en la Ciudad de México, que sirve para distinguirla del antimonumento por los desaparecidos de Ayotzinapa, por ejemplo), no veo por qué haya que homogeneizar en femenino el género de los sustantivos, y por qué la homogeneización deba considerarse “feminista”, si de lo que se trata es de respetar la diversidad sexual, no de eliminarla.

Así pues, no me refiero al género de las palabras, sino de las personas a las que éstas nombran. Hay una historia detrás de esa censura, y esa historia generalmente es de división del trabajo y explotación: “tú a la servidumbre y yo a la presidencia”, es lo que se nos dice implícitamente desde niñas, cuando se le pide a nuestro hermano que se siente y no lave los platos, que “deje que los lave tu hermana”. Es una pregunta que, hasta el siglo pasado, no se planteaba, y si se proponía, ni siquiera se escuchaba, pues quienes la hacían eran mujeres a las que los medios de comunicación y la opinión pública dominante no daban voz ni voto.

Me pregunté, por tanto, qué pasaría si un mismo libro sobre un hecho ocurrido en exactamente la misma unidad de tiempo y espacio (el mismo restaurante, el mismo día, los mismos personajes interviniendo) fuera escrito por un hombre y una mujer. ¿Sería el mismo, o sería distinto? ¿Qué es lo que contarían esas dos novelas? Al final del patriarcado cuenta esos dos libros: uno, escrito por un hombre mexicano muy famoso y poderoso, y otro, la misma historia desde lo que ese libro omitió. ¿Por qué no la contó? Porque ni siquiera la vio pasar ante sus ojos. Es la historia de Adhira. ¿Qué hace que los hombres vean sesgadamente la realidad? Estuvo en la misma pizzería donde ocurrió el tiroteo y entrevistó a las mismas personas a las que una escritora habría interrogado, pero no vio lo mismo. ¿Por qué? ¿Es debido sólo al género o la nacionalidad? Por supuesto que no. Podría ser, pero no lo es. Existe algo más; hay un condicionamiento social, y de eso es de lo que te va a hablar la historia de Adhira, o lo que no fue Adhira. 

¿Qué significa para ti que haya sido publicado bajo este título cuando muchas veces el término patriarcal ni siquiera se nombra?

Me parece un acto muy valiente de parte de mi casa editorial en Barcelona, Ediciones Oblicuas, pues es un título que causa polémica —aunque no debería—, ya que, como bien señalas, hay gente que ni siquiera cree que exista el patriarcado, así como no creen en el coronavirus o el cambio climático. Pero, por otra parte, invita a atreverse a imaginar algo que nos está culturalmente vedado. ¿Cómo sería el final del patriarcado? ¿Qué podría encender la mecha de inicio? Ni siquiera se nos ocurre pensarlo. Y, así como reza el proverbio que “el diablo está en los detalles”, hay muchas costumbres que damos por hechas y que en realidad son privilegios que otorga el patriarcado. Una de esas costumbres, relacionada con el cibersexo, es la que Adhira está estudiando.

El tratamiento del personaje de Adhira llamó mi atención, porque, al final, este sentimiento de culpa es lo que la lleva a buscar a Gino contra los “principios” impuestos por la empresa en la que trabaja. ¿Cómo fue para ti dialogar con este personaje, al que, además, conocemos a través de su legado y las personas que trabajaron con ella?

Adhira era una inventora muy inteligente que se planteaba preguntas incómodas. Por eso encantaba y era venerada por algunos de los programadores informáticos más capaces de Nueva York. Era el alma de los activistas antisistémicos. Como tal, no podía evadir los dilemas existenciales que enfrentaban los jóvenes empleados por los gigantescos consorcios informáticos: ¿qué tan ético es el trabajo que están haciendo, y a quiénes benefician realmente? Al ser aceptados como pasantes o con una plaza se sienten, primero, los más afortunados del mundo de trabajar para colosos como pueden ser Google o Facebook. Pero son chicos listos y, con el tiempo, los más reflexivos tienen que darse cuenta de que no pueden llevar una doble vida: trabajar para el sistema económico de día y contra él desde la oscuridad, a deshoras. Adhira es la cristalización de ese dilema. 

¿Por qué elegir el género de novela para plasmar lo que bien podría ser una ficción, pero que lleva en sus entrañas un dejo o más de la realidad? y ¿a qué te enfrentaste en el terreno profesional y personal al escribir este libro?

Supongo que porque no sólo soy novelista, sino también dramaturga y guionista, siempre me ha fascinado buscar la especificidad en cada lenguaje de expresión y no hacerlo intercambiable: ¿qué tiene el teatro que no puede expresarse en cine y viceversa? Si un libreto cinematográfico puede convertirse en obra de teatro sin ninguna modificación  importante, entonces debería ser teatro, no cine. Si un guion de cine podría ser televisión, entonces no es un guion de cine. Claro que he tenido la fortuna de trabajar con uno de los mejores directores de cine de México, Julián Hernández, y con quien fue una de las mejores directoras teatrales en su momento (con un final muy triste que prefiero no mencionar, pues terminó degradándose en la política y ha sido un desastre, pero eso es otra historia). Lo mismo podría decirse al revés. ¿Qué tiene una novela que no te cuenta una teleserie de Netflix? De lo poco que podemos agradecer a esta pandemia es que la gente está volviendo a leer novelas, una vez que se ha cansado de los atracones de teleseries en línea y que teme —con justa razón— acudir a las salas de cine o de teatro. Muchas confinadas y confinados están redescubriendo el placer de la lectura de un libro completo; recordando lo que es esa interlocución íntima con una historia que no se asemeja a ninguna otra experiencia y que no se reduce a leer tuits o artículos en línea. 

Cuando una novela se convierte en película, no debemos temer “que la novela no se parezca al libro”: debemos esperarlo, porque son lenguajes completamente distintos. Un o una gran cineasta puede hacer una gran película de un libro mediocre, y viceversa: se puede hacer una película muy limitada basada en una gran novela, si el “traductor”, en este caso, el guionista, no entiende que son lenguajes completamente distintos y que, por tanto, requieren otro medio de expresión. 

Como traductora, y como escritora bilingüe esto se extiende a la especificidad en los distintos idiomas también. Es un objeto de estudio fascinante para mí.

En la novela podemos encontrar una multiplicidad no solo de culturas cohabitando en un país, también de temas como ciencia, religión, política, así como crítica social, política, ámbito editorial, ¿qué ha significado para ti poder plasmar el contexto en el que escribiste Al final del patriarcado?

A mí me gusta llevar a mis lectoras y lectores por las mentes aventureras, no sólo porque soy una emigrada afincada en Nueva York. Esto lo hacía desde Un Dios para Cordelia, que es una novela contada por unos dioses creados por los hombres y no al revés, los cuales exploran distintos planetas, y que escribí desde mi buhardilla en la Ciudad de México. Y desde ahí también escribí la Herejía contra el ciberespacio trata de un personaje, Desertor, que escapa de las páginas de un libro y se lanza a viajar por el espacio sideral, donde conoce muchos universos al revés. Me inclino por la novela exploratoria, fantástica, de ciencia ficción política, supongo que como parte de la contracultura a la que pertenecí y di voz, pues las escritoras oficiales de México hablaban del mundo doméstico como algo inherente al “ser mujer”. Hasta la fecha, las escritoras fabricadas y promocionadas por los consorcios editoriales cultivan un costumbrismo de Disneylandia, lo que yo entonces llamaba “la apología del trapeador”, en la que se exalta la doble explotación laboral como inherentes a “lo femenino y lo mexicano”: la cocina, el cuidado infantil, la lavandería y los rituales que adornan de un ambiente bucólico esa explotación, como son las tradiciones pueblerinas, la hechicería y la brujería. Por supuesto, desde esos pedestales de las letras oficiales mexicanas no se pueden escribir distopías porque se está conforme con ese mundo, ya que lo narran escritoras muy privilegiadas y que han hecho trampas para llegar a donde han llegado: han participado en el tráfico de influencias de la política. Otro motivo del costumbrismo de Disneylandia es que también hay un interés comercial en atraer un público con más poder adquisitivo y es el de las chicanas. A ellas van dirigidas estas historias glorificando desde la cocina mexicana de aquel entonces hasta la bruja del pueblo, ahora, pasando por Coco, la película de Disney, porque en Estados Unidos hay millones de lectores potenciales en busca del rescate de su tradición indígena, de un pasado mítico y por tanto inmutable, de un regreso a un mundo donde todo fue perfecto. Por supuesto, ahí tampoco puede haber inconformidad. Es el mundo ideal del que el chicano se siente arrancado y para ese público están escritos estos libros, pero también por ese folclorismo no se puede profundizar, se tiene que barnizar de perfección y no reflejar la realidad del mundo indígena ni mucho menos de, por ejemplo, las mujeres otomíes que hoy ocupan el INPI en la Ciudad de México. Esa literatura que en los años noventa se clasificaba como light sí lo es, en efecto. Y es lo que a mí nunca me ha interesado. No, al menos, desde ese punto de vista ni con tales fines. 

Manuscrito de
Al final del patriarcado

¿Cuánto tiempo tardaste en escribir la novela? 

Toda mi vida. Cincuenta y nueve años (acabo de cumplir sesenta).

¿Te fue difícil encontrar una editorial que quisiera publicarla?

En México, la única editorial que me publicaba ya era la valiente Plaza y Valdés, que ya no puede editar nuevos títulos. Tengo siete novelas, pero los críticos literarios y escritores que reseñan no han reseñado ni una, aunque las leen todas, muchas veces porque en los medios donde trabajan tienen órdenes de no hablar de mí. Obviamente no me publicaría ninguna editorial mexicana bajo el control del tráfico de influencias políticas. Por eso la novela está dedicada al México que no hace trampas. Y es que el problema de los concursos amañados en México y en sus zonas de dominio no es tanto que alguien se agencie un premio y una promoción absurda que su libro no se merece. Eso en sí no afecta más que a los perdedores de los concursos, que si son verdaderos escritores y escritoras, seguramente seguirán produciendo una obra de valía. Pero el verdadero daño que hacen a largo plazo esas trampas es al rigor artístico que los escritores deberían defender para mejorar la producción literaria. Eso es lo que se aniquila cada vez que un gran consorcio editorial premia por politiquerías una muy mala novela y pide a escritores y críticos literarios que formen parte del “jurado” para darle prestigio a su concurso, pero por debajo de la mesa les pasa en un papelito el nombre del ganador por adelantado, y cada vez que los propios escritores aceptan participar en esa comparsa para que a ellos les toque otro premio en los próximos años. Y después de ese grandísimo simulacro repetido año tras año, todavía se preguntan por qué en estos tiempos no tenemos otro Juan Rulfo u otra Rosario Castellanos. 

Me da risa mientras te lo cuento, pero es en realidad algo muy triste.

¿Qué esperas de este libro?

Además del reencuentro con mis adoradas lectoras y lectores mexicanos, este libro aparece publicado después de un momento en que un poderoso funcionario del Gobierno en el sector editorial hizo una declaración muy desafortunada, vulgar y machista respecto a la forma como ocupó su puesto, como un conquistador español moderno tomando las riendas del control en México. Y la declaración la hizo en la Feria del Libro de Guadalajara, que es la más grande de nuestro país. Al final del patriarcado hace el viaje al revés: va de México a España —con escala bracera en los Estados Unidos—, a encontrarse con lectoras y lectores españoles, para que conozcan otro tipo de literatura mexicana, de una escritora para la que nada ha sido fácil, que debió aguantar numerosas vejaciones, pasar zozobras y trabajar muchísimo como toda una espaldamojada de la literatura oficial mexicana para poder seguir escribiendo, y que espera que haya valido la pena con tal de que se puedan abrir otros caminos narrativos hasta ahora inexplorados. 

Al final del patriarcado ya está disponible en Amazon, El Sótano y Gandhi

Huacuja del Toro, Malú. Al final del patriarcado. Barcelona, Oblicuas, 2021.

Fuente: https://www.escritoras.mx/entrevista-a-malu-huacuja-del-toro-sobre-la-novela-al-final-del-patriarcado/?fbclid=IwAR3ZJLa909L0On95CQbwUadZL-m1ZMpBC_4ivKYUQWIBisG93dgsDlqHG_Q

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