Hace cuatro años se desató entre periodistas, editores y escritores mexicanos un debate muy curioso sobre las cuotas de género en el medio editorial. El debate fue iniciado, desarrollado y concluido por Luis González de Alba, Héctor Aguilar Camín, Rogelio Villarreal y Fernando Escalante Gonzalbo.
No sé si noten inmediatamente qué es lo curioso de
esta lista. Supongo —espero— que algunas
mujeres lo hayan advertido ya sin que tenga que explicárselos. Sé que, por
condicionamiento social, para los hombres no es tan fácil apreciarlo y que quizás
lo primero que hayan respondido es que la mayoría de los analistas publica en Milenio, o que los participantes son o
están cerca del grupo Nexos excepto uno que en aquel entonces colaboraba
en el diario La Razón. Tal vez infieran
que tres de ellos eran acérrimos salinistas.
Por si aún en este tercer párrafo no lo advierten
varios lectores, y porque sé que es un punto ciego —no sólo para los analistas de
derecha, por cierto—, se los explico: todos los participantes de esta discusión
eran hombres. Editores pontificando sobre si las mujeres deben o no exigir
cuota de género en el mundo editorial o qué tan magnánimo ha sido el ambiente
laboral para ellas.
¿Y a qué conclusión creen que llegó Luis González de
Alba? A que no había más mujeres colaboradoras en las revistas porque no
quieren. Como siempre, se creía inteligentísimo diciendo eso y alegando razonamientos
“científicos”.
El debate duró mucho y se desbordó por los mares de
las redes sociales, donde a veces está permitido que las mujeres participemos
(pero no siempre, pues a las pocas que osamos los hombres se encargan de darnos
un “castigo ejemplar”, ridiculizándonos para que las demás
asimilen la lección y se callen o ajusten sus verdaderos puntos de vista). En un foro de Facebook que pertenecía al editor de la
revista Replicante Rogelio Villarreal
se me ocurrió hacerles notar que esa discusión era absurda, puesto que en ella
sólo opinaban los hombres. Que cualquier hombre interesado en cuestiones de
discriminación por género debería aceptar a las mujeres en el debate. Que dejar
de hablar de ellas para empezar a
hablar con ellas es una forma más
respetuosa y certera de empezar a abordar el estudio del fenómeno.
¿Qué creen que hicieron? Incorporaron mi observación
como si se las hubiera hecho una secretaria o su asistente (no una escritora
igual que ellos, con el mismo tiempo de experiencia que ellos en el ambiente
laboral editorial mexicano) y siguieron discutiendo entre ellos. Escalante
Gonzalbo defendía mi punto de vista, ciertamente, pero para participar él en el diálogo y no
para invitar a ninguna mujer.
En seguida, uno de estos editores decidió adoptar la
sugerencia y dedicar un número de la revista que él dirigía a preguntarles a “las
mujeres” si eran feministas y si creían que todavía tiene validez el feminismo.
¿Y a quiénes creen que “entrevistó”? ¡A sus empleadas! No es broma: su réplica fue
entrevistar a sus reporteras y a sus colaboradoras. ¿Se imaginan? No solamente este
editor mexicano no comprendió que,en la discusión sobre cuota de género él y
sus colegas conversaban desde una posición de privilegio sin dignarse a hablar
con el objeto de su análisis, sino que además reforzó dicha condición
añadiéndole otra, no menos privilegiada: la del editor y jefe.
¿Necesitaban más presión estas periodistas y escritoras —feministas o
no— para contestar lo que fuera a
complacer a su jefe? Pues por si no fuera así, se las añadió: el editor es
amigo y protector de un poderosísimo jurado del Fonca que se ha convertido en
todo un pasaporte para poder publicar narrativa en México, y que es colaborador
suyo. Una mujer escritora que lo critique no es bienvenida ahí (como me consta),
ni en muchas otras partes del medio editorial mexicano.
Cualquier empleado sabe
lo delicado que es demostrarle al jefe que está equivocado. Cualquier escritor
o periodista sabe lo riesgoso que es contravenir las ideas del director de un
periódico o de la revista para la que colabora. Ahora imagínense eso mismo
siendo mujer y en un país donde, como muestran las estadísticas y ellos mismos
reconocieron, son menos las mujeres que publican que los hombres (y si hay escritoras
que nunca tienen problemas para publicar es porque son inofensivas para el
sistema patriarcal, añadiría yo).
Obviamente, las “entrevistadas” le contestaron al
patrón lo que él quería oír: en esencia, que ellas no son feministas y que el
feminismo ha muerto. Las hizo aparecer avergonzadas del feminismo. Su única colaboradora
más inclinada por siquiera mencionar que existe un sistema patriarcal, a la que ponen típicamente “para que no se diga que en este medio
censuramos”, respondió algo tan débil como insubstancial y su texto fue relegado a un espacio poco visible. Lo que sí era muy visible era la
desequilibrada relación de poder entre ella, que hasta la fecha no tiene libros
publicados, y su influyente editor. Y cuidado si alguien sugería que estas
periodistas estaban respondiendo bajo coerción laboral y de género, porque nos
calificaban de feminazis.
De todas formas, su debate resultó dolorosamente vergonzoso, al igual que
ahora en Estados Unidos, a raíz de la represión racial en Ferguson, resultan
caricaturescos los debates televisivos de blancos discutiendo sobre los negros.
No fue ni la primera ni la última vez que me enfrenté
con esos puntos ciegos capaces de desatar la ira del patriarcado en la arena pública, y no son los
periodistas y escritores de derecha los únicos que me imponen un castigo
ejemplar por tal razón. Lo más lamentable es que los hay también entre la llamada “izquierda”, y si en
algo se asemejan los unos y los otros es en que siempre reaccionan igual respecto a
este tema. El “castigo ejemplar” que aplican para que lo lean las demás mujeres consiste
invariablemente en burlarse de mis respuestas en banda y en todos los foros;
decir que no los leí bien (ese argumento les encanta), que "no es eso lo que están diciendo" (ni yo estoy hablando de lo que dicen, sino del micrófono privilegiado desde donde hablan), que soy una idiota (ese
argumento sí es cierto, pero por razones muy distintas de las que ellos
aducen), que son tan inteligentes que no los capto, y demostrar que, si alguien se queja de que las mujeres no están
participando, ellos se las ingenian para poner a otras mujeres (por lo general
las novias o las esposas de alguien relacionado con ellos, o de ellos mismos) a
decir que en modo alguno son ofensivos.
Lo más asombroso de estos escritores y periodistas es
eso: que se trate de gente que escribe. Cabría suponer que han leído todos a
Aristóteles, ¿verdad? Pero, si así fuera, sabrían que forma es contenido. Entenderían que lo que se
dice tiene más o menos credibilidad o validez dependiendo desde qué lugar se dice. Quizás racionalmente comprenden la diferencia entre la queja de una señora de Polanco
un día que se queda sin agua corriente en su casa y la de una pobladora de
Zongolica sin agua, pero no pueden entender cómo se ven ellos adoctrinando
sobre los derechos inherentes a las mujeres sin querer darle el micrófono a
ninguna. Y que, cuando lo hacen, tiene que ser una que esté bajo su control o, de plano, bajo su nómina de pago, o bajo
sus sábanas.
La prueba de lo equivocados que están se encuentra
sin obstáculos cuando el mismo argumento se aplica a cualquier caso que no se
refiera al género. Todos pueden estar de acuerdo en que no es lo mismo Antolini
protestando desde las calles que Antolini contratado por Televisa. El lugar
desde donde los reclamos se hacen también importa. El contenido del discurso es
también la tribuna. Pero si tienen que aplicárselo a ellos mismos, la cosa cambia.
Por todo lo cual, el hecho de que una mujer que no pide
perdón por ser feminista, que no se declara culpable cuando no lo es y que está
dispuesta a ir a la cárcel por ese principio logre hacerse oír en los medios de
comunicación masiva que la ridiculizaron, e incluso aparecer precisamente en
las revistas diseñadas para someter a la mujer en moldes de comportamiento
servil, es un triunfo feminista casi increíble. Tal fue el extraordinario caso
de la entrevista con Cecily McMillan que aparecerá en el número de septiembre
en Cosmopolitan: Pasé del colegio de posgrado a prisión.
En este blog he publicado sus declaraciones cuando fue
liberada (ir a palabras de Cecily McMillan).
La falta de mujeres que no piden disculpas por ser
feministas en el mundo editorial mexicano y que no contestan lo que sienten que
agradará a su editor o a su jurado amigo del Fonca es una de las razones por
las que sólo escritoras como Poniatowska, con su discurso falso y pasteurizado con insultante simplismo,
pueden publicar de manera continua sin contratiempos.
Por lo demás, en la ciudad de México se sigue creyendo
que las ciudadanas le deben a Marcelo Ebrard la despenalización del aborto, y no a
los millones de mujeres que a lo largo de más de cinco décadas lucharon por ese
derecho, que arriesgaron la vida, que terminaron en prisión, que vivieron en la ilegalidad o que fueron
satanizadas y ridiculizadas hasta la ignominia por gente que defiende más a los
fetos que a los adultos y niños.
Esto va a continuar así hasta que cada vez haya más
mujeres como la valiente Emily, quien comprendió la importancia de convertirse
en parte del debate sobre el aborto y decidió publicar este video de su propia
interrupción del embarazo. Se trata de un autodocumental que no contiene
imágenes visuales ni verbales impactantes ni amarillistas. Si acaso, lo más
impresionante es su decisión de dejar un testimonio “positivo”, en lugar de las
desdichadas experiencias de la mayoría. “Estoy
embarazada… Es bastante reciente… No estoy lista para tener hijos… Y sí: voy a
tener un aborto mañana en la mañana… Tengo
suerte porque todos a mi alrededor me apoyan completamente… Solamente quiero
compartir mi historia. Mostrarles a las mujeres que hay algo que puede
denominarse como una historia positiva de aborto”. Emily explica que se da por
hecho que las mujeres se sienten mal y culpables, pero ella, dos meses y medio
después de interrumpir su embarazo, contra todos los pronósticos, no está
triste. “Todo el mundo merece este derecho”, le dice a la enfermera que la
atiende. Ver el video.
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