A mí de la Copa de Futbol lo único que me ha gustado son los guapos
jugadores de todos los países y las #CrónicasRusas del maestro de cine
documental y luchador social Salvador Díaz Sánchez, quien es conocido además
por su afición al futbol (nadie es perfecto). Claro que éstas no son sólo de futbol, porque —a diferencia de la mayoría de sus compatriotas—, sabe por dónde
anduvo. Si no las han leído, les recomiendo que se den una vuelta por su espacio
Facebook y las disfruten. Es un diestro cronista de lo más entretenido, con un ojo
clínico que les va a contar lo que no apareció en ningún programa ni video
sobre la Copa.
Gracias a su recuento, me
acordé de mi propio viaje a Rusia, justo después de que cayó el Muro de Berlín
y ganó Yeltsin. Pero hay algo que me llama mucho la atención de las crónicas
del maestro Salvador: dice que los rusos andan tristes, que no se ríen, y que
eso marca una diferencia enorme respecto a los mexicanos, que aún en las más
duras circunstancias nos ponemos a bromear. En su foro hay quienes han
especulado que esa tristeza es inherente a su cultura o al estalinismo, y eso
me sorprende muchísimo.
Me explico: cuando yo fui, vi
todo lo contrario; una euforia desatada por las calles. Estallidos de risas y
algarabía, porque la gente sentía que “acababa de vencer al viejo régimen”
(¿les suena conocido, mexicanos?). Yeltsin era todo un héroe que se había
plantado frente a los tanques militares en la intentona golpista. La pobreza se
iba a acabar, porque el nuevo gobierno castigaría la vieja corrupción que había derrochado todos los recursos en gastos militares inútiles y
había matado de hambre a la gente. Por fin habría libertad de expresión en los medios y la gente dejaría de ser espiada.
La gente vivía un furor
místico. Los jóvenes andaban con walkmans
(precursores de smartphones en la era
digital), símbolo de liberación. Todo el tiempo sonaban cornetas de triunfo en
sus oídos porque al fin habían acabado con el régimen totalitario y venía un
cambio. A los mexicanos (que casi no había por las calles), nos abrazaban, pues
eran fanáticos de una telenovela estúpida de Televisa, Los ricos también lloran, protagonizada por Verónica Castro. No
entendían que en México las señoras de la limpieza no son de ojos verdes porque
allá hay muchas mujeres pobres de ojos claros. Todo esto lo conté en una
crónica para la sección cultura de El Financiero sobre cómo a las rusas
también las engañaba Televisa, aunque fuera por equivocación (y recibí muchas
críticas del entonces embrión de propagandista de AMLO, Jaime Avilés). Para
ellos, esa telenovela representaba “el cambio” a un nuevo sistema maravilloso,
que era el capitalismo.
La calle era una fiesta. Se
tumbaban estatuas. Cambiaron el himno. Cambiaron la bandera. Se bebía vodka y
se escupía con euforia al viejo régimen estalinista, así como hoy los mexicanos
celebran haber derrotado al viejo régimen salinista (no que sea lo mismo pero
sólo le falta una “e” y una “t”).
Pero ahora, en cambio, 27 años
después, según nos cuenta el maestro Salvador, no se ríen para nada. Tal vez,
en medio del festejo, no se fijaron a quiénes estaban instalando en el poder
del llamado nuevo régimen y a cuántos del viejo nada más estaban reciclando
dentro de un nuevo capitalismo. Tal vez debieron haber exigido una aduana de
revisión de equipaje político a los funcionarios de la dictadura anterior, en
medio de tantos aplausos para el viejito canoso Yeltsin. Pero no. Era demasiado
pedir. Ya habían detenido los tanques de guerra”. “No me arruines mi fiesta”,
decían. “Esto es por lo que soñé toda mi vida y todos mis antepasados”.
Y bueno, se estaba instalando
en la Duma una nueva dictadura, la de Putin, con algo del viejo estalinismo
(donde también envenenaban periodistas) combinado con el nuevo capitalismo; con
sofisticados sistemas de espionaje al servicio de oligarcas. Aunque iban a
poder disfrutar de telenovelas de Televisa, su futuro estaría en manos de más
tiranos, controlado por más propaganda (más sofisticada) de expertos de la
vieja KGB. Sus redes de trata de personas y prostitución son inigualables, a
decir de sus propios funcionarios. Su propio presidente presume que su país
tiene las mejores putas del mundo y nadie protesta porque dicen que “es broma”.
Hoy andan tristes, aunque tengan futbol.
Yo sólo espero que eso no
suene conocido en unos años, precisamente porque no nos fijamos a quiénes
instalaban en el ¿nuevo? régimen, por "no aguar la fiesta". ♦
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Malú Huacuja del Toro, Moscú 1992
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