El dilema realmente es seguir llamando a los diputados “legisladores” en
lugar de “cortesanos”. Entendámonos: si cada sexenio extorsionan por los votos a
favor de unas legislaciones que nadie quiere —ni ellos—, pero que emperadores
como Slim y sus reyes les ordenan imponer para exprimir más a la población, si
no representan más que a sí mismos y sus negocios secretos (algunos liados con
el narcotráfico, otros meramente ilegales por implicar conflicto de intereses,
pero que en todo caso no tienen nada qué ver con el bien público); si su objetivo,
digan lo que digan, provengan del partido que sea, es desmantelar al país, empobrecer
aún más a la mayor cantidad posible de gente para que los magnates como Slim
vivan más, y trepanarse el cerebro autoconvenciéndose de que están en una
república en la que, además, hacen muy bien su trabajo, ¿por qué seguimos
hablando y comportándonos como si algún mexicano en su sano juicio hubiera
votado de manera voluntaria, libre e informada por ellos? Está clarísimo que, gracias
a ellos, se privatizarán todos los recursos naturales para que emperadores como
Slim los administren. Gracias a ellos, la mayoría de la juventud mexicana será
privada de educación pública y destinada a las filas del narcotráfico como
quieren los reyes del crimen organizado (y, como se vio en Guerrero, con la
ayuda no sólo del PRI y del PAN sino también del PRD y Morena). ¿Y seguimos llamándolos
“diputados”? En realidad, a estas alturas, la única legislación que tendría
sentido (por lo ridícula) es una que establezca que usen pelucas de cortesanos estilo
Luis XV. Debemos hacer peticiones exigiendo una ley por la que el dinero del
erario —que de todas formas se derrocha de la manera más inútil— sea destinado
al diseño y el cumplimiento de la obligación de ponerse esto.
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