Hace algún tiempo, Marcelino Perelló aseguraba que la
palabra “puto” no es ofensiva, por lo que invitó a su programa de radio Sentido contrario a un actor homosexual
y se dedicó a decirle que no hay nadie más puto que él durante los primeros
cinco minutos de su soliloquio, insistiendo en que no por ello lo estaba
ofendiendo.
—No me gusta el
término, ¿eh? Te lo aclaro —le comentó amablemente su invitado, el gran actor
Ramón Barragán, quien tanto nos ha enseñado en el teatro mexicano sobre
diversidad sexual, y que además, y sobre todo, es un artista escénico
extraordinario.
Hasta el orgulloso e
irrefrenable Perelló tuvo que dejar de injuriar a su entrevistado. Esto no
quiso decir en ningún momento que Barragán lo censurara. Lo único que hizo fue
hacerlo tomar conciencia del significado y la carga ofensiva de una palabra.
No me malentiendan:
como escritora, sé que cualquier palabra puede ofender si está bien utilizada.
Pero hay las que ni siquiera necesitan un buen manejo del lenguaje. Ésas son
las bien llamadas “malas” palabras. Se les llama así por efectivas. Porque
funcionan con ese efecto agresivo en casi cualquier contexto de la mayoría de sus
usuarios (esto es, los habitantes y emigrados de una nación, pues como bien
decía Ciorán: “No se habita un país, se habita una lengua; una patria es eso y
nada más”). Podría decirse que la distancia de la patria se mide por la
cantidad de población que comparte los mismos referentes para entender una
grosería vergonzante o un chiste estúpido. Pero eso no le quita lo idiota al
chiste, por ejemplo.
Ciertamente, en casi
cualquier cultura, las groserías están relacionadas con algún significado humillante
para las mujeres y los homosexuales, y si lo pensamos mejor (cosa que nunca
hacemos), las palabras contra los homosexuales denigran porque los comparan con
mujeres, un género que, se supone, es lo más inferior y asqueroso que se puede
llegar a ser. En todas las culturas, la censura de ciertas palabras es lo que
las convierte en “malas” y más molestas aún. No sé si todo eso justifique que
se sigan empleando para ofender, pero que sí es verdad desde tiempos
inmemoriales es que la censura sólo intensifica la carga pecaminosa de la
palabra, por un lado —lo que toca a su contenido erótico—, y por otro, el
efecto insultante. ¿Querrá decir que la
especie humana nunca cambiará, que ser materia consciente de sí misma en el
universo quiere decir ser materia sexista y homofóbica? No sé.
En todo caso, si bien individualmente hacerse
consciente de la carga de una palabra y su contexto es una gran herramienta, a
escala masiva representa un paso cualitativo en la evolución de una cultura. De
ahí la utilidad de la sanción, que no de la censura. La sanción permite
afrontar las consecuencias de la carga de una palabra. La censura, en cambio,
la vuelve más perdurable. Si la FIFA impusiera una sanción al técnico del
equipo mexicano de futbol, si cumpliera su propio Código de Conducta, haría que
las masas de televidentes mexicanos enfrentaran las consecuencias de una
cultura que nunca se cuestiona a sí misma ni decide nada de manera colectiva y
consciente: la de los aficionados al futbol.
Desde la semana pasada bullen exhaustivos análisis
semánticos y etimológicos en el nido de gorjeos virtuales y en la feria de
vanidades que son los artículos de los opinólogos mexicanos. En parte, ello se
debe a que en muchos diccionarios se dice que la palabra “puto” es “de origen
incierto” (tiene que ser un hombre el que escribió eso, me digo, y me río).
Acabo de leer el artículo más rebuscado sobre la etimología de la palabra
“puto”, que se remonta a la antigua Grecia y a los erastés. ¿Pueden creerlo? Todo para no decirnos que “puto” es el
masculino de “puta”.
Así es. No es tan “incierto” el origen; en realidad es
más sencillo y bárbaro de lo que parece: para no variarle, lo que está en juego
es siempre la comparación con las mujeres, con su “falta de pureza” su virginidad (putrere en latín quiere
decir pudrirse, pudere es tener o
sentir vergüenza) y su compra-venta. Si bien algo de lo más horroroso que puede
haber es una mujer, porque —como se sabe— siempre traiciona y se prostituye, la
mejor forma de insultar a un hombre homosexual es llamarlo como a las mujeres,
y no como a las vírgenes sino como a las vendidas.
Otro dato curioso: en todo el tiempo que los
opinólogos y sus seguidores han dedicado a publicar artículos y a tuitear, bien
podrían haber firmado una petición pública solicitando a la FIFA que cumpla su
propio reglamento, ¿verdad? Nadie lo hizo. ¿Por qué? Porque sería una medida
humanitaria pero impopular.
Yo sí me tomé un tiempo y, una vez más, los invito a
firmar esta petición. Seamos impopulares, pero racionales. Tal vez llegue el
día en que no haya que vejar a un grupo poblacional para que otro se divierta.
Es muy cierto, Malú. Al final, se trata de divertirse vejando. No hay más.
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ResponderEliminar"México es un país donde se ultraja, se tortura y se asesina a los homosexuales y a las mujeres por el mero hecho de serlo. Los hombres heterosexuales mexicanos no conocen ese peligro ni esa forma de discriminación. La homofobia y la misoginia en México cobran cientos de miles de vidas. Esta realidad no se soluciona con legislaciones. Requiere un gran cambio cultural, y la FIFA tiene ahora en sus manos una gran oportunidad de iniciar ese cambio en el campo de juego educativo más inmediato y masivo: el de la afición al futbol. Sería una medida impopular pero humanitaria."
ResponderEliminarFirmo! Tienes toda la razón.
ResponderEliminarFirmado. Me da vergüenza mi país.
ResponderEliminarDe acuerdo con las teorías sintéticas de la comunicación, "decir" es "hacer". Por la conciencia y contra la violencia en cualquiera de sus formas, yo firmo.
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