Amados contertulios, contertulias y lectores:
Les tengo varias noticias. A quienes han estado
preguntando por El suicidio y otros cuentos, me informan de la editorial que, aunque no se puede encontrar por
ahora en la Feria de Minería, pronto estará a la venta en México y será ampliamente
distribuido (¡por fin!).
Por otra parte, SalinatoVersión 2.0 ya se puede adquirir en línea no sólo para su lectura en
pantalla sino para descargarse en formato PDF, imprimirse y sacarle cuantas
copias pirata deseen los lectores (y para revenderlo) antes de que aparezca su
versión impresa también este año. Esperemos que sea éste el principio de una
próspera colección con la participación de algunas de las mejores plumas
independientes de nuestro país.
Y próximamente —gracias al interés que ustedes han
mostrado cuando van a las librerías y preguntan por mis libros en lugar (o
además) de comprar los que se anuncian como best-sellers
de Alfaguara—, la editorial Plaza y Valdés estará reimprimiendo nuevas
ediciones mi obra. Por su insistencia es que mis libros no se quedan en bodegas, a pesar de que mi cara no está en los restaurantes ni en los escaparates del Fondo de Cultura Económica. De
hecho el “problema” -no sólo para mis enemigos, sino para una editorial mexicana que no ha sido devorada por los grandes consorcios y necesita refinanciarse-, es que mis ediciones se agotan.
Mientras tanto, y hasta que aparezca mi obra redistribuida,
estaré publicando en este espacio algunos fragmentos.
Como habrán notado algunos, estoy recurriendo al
autofinanciamiento poniendo algunos anuncios. Por un lado, me cansé de
proporcionar ideas editoriales para las revistas de mis enemigos y hasta para
los blogs de becarios o ex becarios del Fonca y ser la única que no cobra por
ello. Pero también, por necesidad. Espero que no les resulte molesto a la vista,
pero cada vez que visitan a mis patrocinadores (al calce de cada apunte), me ayudan
a mí y a los proyectos colectivos que emprendo.
A continuación, uno de los capítulos del libro El álbum de la obscenidad. Crónicas y
relatos de la vida y la guerra en Nueva York después del 11 de septiembre de
2001.
LA ESTATUA DE LA DISCORDIA
1. Incendios varios.
Empezó como cualquier otro alud de propaganda. En honor a los bomberos
caídos durante los ataques del 11 de septiembre, se levantaría un monumento
representativo de esa imagen televisada e infinitamente retransmitida que había
presentado, junto a la bandera del país clavada sobre los escombros, a tres
bomberos cubiertos de tierra, desolados, trabajando. Los héroes de Nueva York
recibirían su justo reconocimiento en un acto en el que se escucharía Dios bendiga América y en el que,
seguramente, el alcalde pronunciaría un sentido discurso.
Tal parecía que no
había nada más que decir.
Pero lo hubo.
La escultura albergaba
una yesca que ni los aptos bomberos neoyorquinos podrían apagar. Y, como en los
incendios, el material inflamable abandonado en otras habitaciones se prendería,
provocando reacciones en cadena.
Una vez mostrada la obra, las voces del pluralismo
cosmético se levantaron en micrófonos: que por qué las estatuas son blancas
—decían—, si hay negros y latinoamericanos (o, como la tolerancia artificial
obliga a decir en Estados Unidos, Afroamericanos
y Latinos, así con mayúsculas aunque
sea en español y no en inglés, quizás para infundir más respeto).
Al escultor no se le
había ocurrido. Entre otros motivos acaso, porque efectivamente la mayoría de
los bomberos que laboran en el servicio neoyorquino está conformada por
blancos, y la mayoría de los que se encontraban ahí ese día junto a una bandera
al momento en que se tomaron las fotos que recorrieron el mundo, también lo
eran. Esto es una realidad. A simple vista es posible advertir que en cada
gremio de trabajadores de servicios públicos y privados de la ciudad predomina
un grupo racial: de haberse tratado de conductores de autobuses o de carteros,
por ejemplo, para hacer honor a la verdad, las estatuas habrían debido ser las
de tres trabajadores negros. Si de dueños de misceláneas se tratase, coreanos;
si de cajeros, puertorriqueños, y si de peones, mexicanos. Posiblemente, por
tanto, no habían operado criterios racistas en el diseño de la escultura y sí,
en cambio, al momento de contratar al personal de cada gremio y de cada puesto,
de manera que las protestas tampoco surgían por meras ocurrencias. El hecho de
que tuvieran que ser escuchadas, de que la escultura debiera ser reemplazada
por una nueva y que se destinase tiempo y presupuesto para hacer tantas
modificaciones indicaba la magnitud del conflicto subyacente.
Estaban sobre un campo
minado de heridas derramadas por la intolerancia racial, y los símbolos servían
justamente para ahorrarse la curación. En tiempos en que los hindúes se veían
obligados a poner letreros en sus establecimientos que rezaban: Mi religión no es islámica por miedo a
ser agredidos por sus pasajeros; en días en que unos taxistas que usaban
turbante eran apedreados por algunos ofendidos transeúntes, la única
controversia de solución inmediata y más barata era la de la tal escultura de
realismo populista. Ahora muestra a un bombero negro, uno blanco, y uno de tipo
latinoamericano caribeño, trabajando en las ruinas del World Trade Center.
—Lo que yo digo nada
más es que este monumento no se apega a la realidad —declaró un bombero
neoyorquino ante las cámaras de televisión, y sería difícil refutarlo. Más
fácil es considerarlo un blanco racista que pensar en sus motivos.
Sin embargo, los había.
El fuego de controversias raciales era apenas la cresta visible de una
estructura donde la humareda se hacía abundante y tóxica. No en vano, un
bombero blanco —habituado a trabajar diariamente con algunos negros y
latinoamericanos; acostumbrado, además, a rescatar a personas de todas las
razas y de todas las nacionalidades— con semejante declaración pública se
creaba, por lo menos, un ambiente de trabajo difícil. ¿Era tan racista o tan
torpe como para no considerar cómo lo recibirían sus compañeros negros,
dominicanos o puertorriqueños al día siguiente de haberlo visto en la
televisión? Cuesta un poco creerlo. En cambio, lo cierto es que el escándalo
por las estatuas se había suscitado semanas después de que otro más incontrolable
amenazara.
Una incomodidad disimulable ante la opinión pública
oficial son los negros y los latinoamericanos quejándose de que nadie les hace
caso, y otra muy distinta son los bomberos —blancos— organizados en contra de
las autoridades municipales. Eso es exactamente lo que había ocurrido.
Y el gran problema para las autoridades, por cierto,
es que sí son blancos: el escultor no estaba mintiendo. Su voz es más
importante en el planeta.
Desde el día en que los aviones-bomba se estrellaron
contra los edificios, los bomberos, junto con los policías, habían sido
venerados como héroes de la nación por su notable trabajo de rescate. Una
ilustración titulada Las otras dos torres
de Nueva York que circulaba por la ciudad y que aparecía pegada en vitrinas
y ventanas mostraba a un policía y a un bombero (blancos ambos) del tamaño de
las Torres Gemelas, rodeados del resto de los rascacielos. La necesidad de
desahogo colectivo se volcaba en agradecimiento. La gente en la calle
prorrumpía en aplausos cada vez que veía a un carro de bomberos pasar. El
alcalde de la ciudad no escatimaba alabanzas para ellos cada vez que hacía uso
de la palabra, ni homenajes, al punto del humor involuntario, cuando hasta al
programa cómico Saturday Night los
llevó, la noche en que decidió declararlo simbólicamente reanudado con su
presencia (“vamos a estar asistiendo a muchos funerales y vamos a tener que
saber reír y llorar”, había dicho).
Sin embargo, al concluir octubre, para sorpresa de la
población y sobre todo de los servicios de emergencia, ese mismo alcalde que se
había deshecho en elogios ordenó una drástica reducción de personal de
rescatistas y bomberos en la zona de desastre, alegando que su permanencia era
peligrosa.
Para mayor estupor de la gente, los trabajadores del
cuerpo de bomberos se negaron a retirarse. No querían irse sin haber hecho todo
lo posible por recobrar de los escombros los restos humanos de sus compañeros y
de los miles de civiles asesinados. Estaban dispuestos a desobedecer las
órdenes del gobierno de la ciudad, si era necesario, para cumplir con su deber.
Los llamados héroes daban la talla de su definición:
organizaban manifestaciones y plantones;
levantaban barricadas, dispuestos a desafiar la autoridad del hombre que, a
raíz de la tragedia, acababa de ser ascendido de alcalde a caudillo.
Era un fenómeno imposible. No cabía en la historia de
la “guerra contra el terror” que el presidente de la nación estaba
emprendiendo. El alcalde-caudillo dio entonces órdenes a la policía de deshacer
la manifestación. Al ofrecer resistencia, una docena de bomberos fue arrestada,
y ante los ojos estupefactos de la población, hubo golpes. Porque, claro, “las
otras dos torres de Nueva York” no eran gemelas.
Mientras tanto, ningún periodista norteamericano ni
extranjero ni ningún corresponsal espontáneo de la red de comunicación
ciberespacial independiente mencionó la sucesión de dos hechos que no había
manera de considerar aislados, en tanto que ambos ocurrían no sólo en el mismo
país, no sólo en la misma ciudad y no sólo en la misma colonia, sino exactamente
dentro del mismo perímetro: la zona de desastre. Se calcula que enterradas bajo
los escombros de la Torre Cuatro del World Trade Center había aproximadamente
379038 onzas de oro y 30.2 millones de onzas de plata para futuros contratos
comerciales del New York Mercantile Exchange. En cuanto el oro y la plata
fueron encontrados y puestos en resguardo fue cuando se les ordenó a los
bomberos retirarse.
Sólo un televidente norteamericano no ve la relación.
Es fácil comprender, sin embargo, qué les indignaba tanto. “Disculpen las
molestias, pero su trabajo no era por los familiares de los difuntos, sino por
el oro; gracias por su cooperación”, se escuchaba quizás en el trasfondo de la
orden de abandonar la zona de desastre.
Después de eso fue que ocurrió el altercado con la
escultura, cuya finalidad, además de homenajearlos, también servía para
aplacarlos tras las protestas y los arrestos ocurridos. Pero Nueva York es un
hervidero de ofensas irresueltas, y lo que la veracidad de las estatuas produjo
fue otra discordia más.
2. Los ciertos casos.
—Lo que están haciendo los bomberos es pecado —anunció el alcalde la
noche en que hubo arrestos— y lo digo en un sentido moral.
Su veredicto fue pronunciado tras una de las jornadas
en que la Fuerza Aérea estadounidense lanzaba bombas y paquetitos de comida
sobre Afganistán. De manera que el sentido moral en el que lo decía era el
profesado por una religión que no condena matar en ciertos casos, pero sí hacer
manifestaciones callejeras en otros. Especialmente cuando las dichas
manifestaciones, se entiende, son por un permiso para recobrar los restos de
las víctimas de ataques perpetrados por otra religión que tampoco condena matar
en ciertos casos.
Por aquellos mismos días, una señora que tampoco
consideraba pecado bombardear a sus enemigos en ciertos casos, se preguntaba
desesperadamente —y por televisión— que “dónde había estado Dios”, el 11 de
septiembre. Su evangelista, también por televisión, le contestó:
—Dios estaba allí mismo, llevándose a las víctimas al
cielo.
—¡Qué bonito! —dijo la señora.
—Ay, qué bonito —coreó la conductora.
Cabe recapacitar sobre esta imagen de Dios en su
vehículo de cargamento celestial sobre el World Trade Center, particularmente
porque, según la religión de los asesinos, Dios también estaba ahí mismo sobre
las Torres Gemelas, llevándose a los secuestradores.
No queda más que desearles que esas labores de rescate
del Dios de la señora televidente no hayan encontrado tantos obstáculos con el
Dios opuesto. Al menos, no tantos como encontraron los bomberos pecadores con
la policía.
Excelente relato para reflexionar sobre las contradicciones y crímenes del poder.
ResponderEliminarHoy tengo algo que compartir contigo, Malú: en 2014 me encomendaron un curso de lectura y comprensión para el personal de alguna oficina de gobierno. Como la mayoría eran mujeres adultas, incluí algunos trozos de tu Album así como tu Comida teológica. Aunque las más jóvenes conectaron de inmediato con tus argumentos, los mayores (mujeres y hombres) no hicieron más que tildarte de “feminista” (pero como una feminista ofensiva y por lo tanto, con ganas de ofender, pues la verdad es que tampoco comprendían a la primera) y yo me quedé con un sentimiento de “demasiado tarde”. Ahora que lo pienso, me parece que esta situación podría sonar divertida si obviáramos la tragedia que representan los profesionistas que no leen y si leen, no entienden. Pero ayer me encontré con una de aquellas mujeres: con alborozo, me agradeció el curso y me contó que le había encantado la lectura “que sirve para ver lo que hay detrás”, que había sido un descubrimiento para ella; me contó cómo se apropió de la lectura para ver las noticias sobre los EE UU; en fin, me transmitió su alegría.
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