Malú Huacuja del Toro
Los vendavales de Nueva
York a temperaturas que congelan el alma no aparecen en los mapas de Google, ni
en Facebook. En eso estoy pensando mientras mis pasos con botas de moños azules
que yo misma confeccioné recorren las calles infinitamente fotografiadas por
GPS, por películas, teleseries, noticieros y por los millones de imágenes para
Instagram de turistas, pero en donde no se marcará este instante de júbilo silencioso.
En principio, porque una fotografía digital no podría captar qué tan excéntrico
es lo que estoy haciendo en la ciudad donde lo excéntrico es normal.
Ni
lo que voy pensando, que es que en mi país salió libre un preso político
zapatista a falta de pruebas incriminatorias, pero la atención pública se
vuelca sobre la liberación de una francesa que fue novia durante un año de un
secuestrador, pero que se las ingenió para no enterarse de lo que hacía su
pareja ni de lo peligroso que es lidiar en esos casos con el corrupto sistema
judicial mexicano.
Así
que ni siquiera ahí podrían criticarme de hacer algo tan poco común como los
moños de mi calzado.
Y lo que hago es llevar un regalo para los trabajadores
mexicanos que, con el apoyo de Occupy Wall Street, lograron formar un sindicato
independiente en una industria con un blindaje legaloide antisindical más efectivo
que el del corporativismo charro
mexicano (si es que eso es posible): la de servicios. Estos ex huelguistas
recibieron a la caravana de Javier Sicilia el año pasado en Zuccotti Park. Por
eso los recuerdo y les quiero obsequiar algo útil. El regalo de felicitación es
una tarjeta de pasajes del metro, que ya son bastante costosos, y que el
multimillonario alcalde piensa encarecer aún más este año. Tampoco aparecerán
en los mapas de Google los muñecos gigantes de Occupy adentro de los vagones
del metro en protesta contra el alza a los precios del transporte público, ni
las movilizaciones que continúan entre los escombros de la modernidad y los
restos del huracán. Se sabe ya que la alerta de los cambios climáticos a las
puertas del centro financiero del mundo, Wall Street, no hizo sino activar más
los planes de levantar una ciudad amurallada y flotante —como Rotterdam,
sugieren los “expertos” arquitectos—, para los magnates, donde el único
mexicano que quepa quizás sea Carlos Slim. Por eso me dirijo a darles un abrazo
en su primera semana de vuelta al trabajo a los mexicanos que se niegan a
bajarse de la barca y a ahogarse como se les ordena en la tempestad de dinero.
Y no, señores periodistas defensores del poder de Slim: esto que estoy haciendo
no lo puedo “comprobar”.
Les garantizo que nada de lo que se ha reflexionado en las
asambleas de la resistencia se los puedo “documentar” (como se llama hoy al
procedimiento de aturdir al lector, con una sintaxis más confusa que la de
Monsiváis, atiborrando el texto de enlaces a páginas de opinión, tuits y fotos
tan confiables como la del presidente Chávez en el hospital que apareció
recientemente en El País). Además, ni
yo misma podría explicar cómo, a pesar de la infiltración policíaca y el desprestigio,
este movimiento sigue resistiendo y contando con la aportación de luchadores norteamericanos
extraordinarios.
No existe, por ejemplo, una fotografía digital que
reproduzca en las redes sociales lo que en un grupo de Occupy se ha discutido
sobre la “parcialidad de la equidad”. Esto es, que en la llamada “tierra de las
oportunidades” no se puede considerar que cualquiera recibe idénticos derechos
cuando la repartición es igualitaria. Si el derecho a tomar la palabra se
distribuye de manera justa en nuestras sociedades profundamente injustas,
cumple con el cruel propósito adicional de “demostrar que hubo justicia porque
a todos se les dio la misma oportunidad”, sin tomar en cuenta el nivel de
escolaridad de esa persona, su color de piel, la zona de la ciudad donde
creció, su nacionalidad, su idioma natal, su género, su profesión u oficio. El
exceso de tiempo para hablar de un académico o un político que está
acostumbrado a tener público no es el mismo que el de quien tiene mucho qué
decir y nunca puede hablar. En suma —concluimos en nuestra agrupación de
trabajo de Occupy—, que cuando decimos que “a todos se les da el mismo tiempo
para expresarse, medido con cronómetro”, en un encuentro en el que destacan
abismales diferencias económicas, raciales y culturales entre los asistentes,
no estamos siendo justos. No realmente.
Lo
sabe el alcalde Bloomberg cuando habla de “justicia”.
Lo
saben en México los guardaespaldas periodistas de Aguilar Camín cuando alegan
“imparcialidad” y “objetividad”. ¿O habrá que olvidar aquel hilarante debate
sobre “cuota de género en los medios editoriales mexicanos” llevado a cabo en
foros donde sólo participaban los hombres: entre ellos resolvieron la
inequidad, entre ellos se felicitaron por ser incluyentes y entre ellos llegaron
a la conclusión de que las mujeres mexicanas no publicamos más porque no queremos
publicar? ¿Habrá que olvidar que en el México de los años 80 y 90, tanto la
derecha ilustrada que participó en esa discusión como la izquierda electoral
que controla las editoriales sólo aceptaban destacar a una escritora mujer en
sus publicaciones, y de ambos lados francesa: Fabienne Bradu en Vuelta y Elena Poniatowska en La Jornada? (Sí: nuestra capacidad de
privilegiar la atención sobre mujeres francesas, para bien o para mal, da para
un psicoanálisis colectivo.)
Por
eso, la repartición equitativa implica injusticia hacia quienes menos han
tenido. Y es también por ello que nunca funciona la ecuación que tramposamente
pregunta: ¿y por qué a los hombres no? ¿Por qué a los blancos no? ¿Por qué a
los heterosexuales no?
Nada
de esto aparecerá en el mapa de Google ni en YouTube.
Por
eso, entre otros motivos, estoy enviando una antipostal. Usted no puede pegarla en Facebook, pero sí puede
verla, aunque no demostrarla y menos con enlaces a otros sitios electrónicos.
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*Publicado en la
sección cultural del periódico El
Financiero este martes.
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