viernes, 2 de septiembre de 2016

Del funcionario metido a articulista o viceversa

Nicolás Alvarado se creyó que tenía el poder de Poniatowska y Monsiváis, quienes nunca detentaron un cargo público. Son ellos los que ponen y quitan funcionarios, pero no al revés porque —bien lo sabía Monsiváis— un funcionario de medio rango que no tenga el poder absoluto que ostenta un narcopresidente o alguno de sus operadores integrados al sistema tiránico del narcotráfico,  de vez en cuando tiene que rendir cuentas a las instituciones, y opera bajo regulaciones que los intelectuales creados por el PRI (tanto de derecha como de izquierda electoral) detestan. Por eso se inventaron su propia desregulada institución, el Conaculta, donde deshicieron las letras y a la crítica especializada corrompiendo hasta investigadoras de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM y a cuanto reseñista se les cruzara en el camino de la beca, y también por ese motivo se opusieron durante 20 años a la creación de una Secretaría de Cultura, ahora a cargo del mismo administrador de la corrupción en el Fonca de hace 25 años. La regla de oro para gozar de tanto poder es no ser funcionario.
La renuncia del clasista confeso Nicolás Alvarado no solamente nos revela hasta dónde llega el legado del Tigre Azcárraga —capaz de crear ídolos que componen música mediocre para opacar a mejores compositores y hacer que las masas los defiendan más allá de la muerte—, sino un asunto en el que poco se piensa: la línea divisoria entre el articulista y el funcionario.
No debe asombrarnos que, como si no les bastara con dar el servicio para el que fueron contratados desde su cargo, los políticos siempre harán uso del cuarto poder  para ejercer el suyo, y ahí es donde el periódico Milenio tiene también algo de responsabilidad, pues se ha ofrecido como tapete para dar tribuna y rehabilitar políticos en desgracia, tales como Rosario Robles y el propio Carlos Salinas de Gortari, convirtiéndolos en articulistas o columnistas (como ahora lo hace El Universal con Margarita Zavala, la esposa de Calderón), a manera de trampolín para su retorno al Poder Ejecutivo.
En otras ocasiones ocurre lo contrario: el periodista o escritor o artista que tiene una columna en un periódico es contratado como funcionario. ¿Y dónde puede aprender los límites que, como servidor público, no puede rebasar? Se dan muchos talleres de literatura y periodismo, pero ninguno de ética porque en nuestro país eso no es un valor asociado con las letras.
¿Podría bastar con que el escritor o periodista o artista publicara una nota de descargo legal diciendo que todo lo que escribe en un periódico “es exclusivamente a título personal”? En un mundo ideal o entre escritores con ética, eso podría ser, pero es una decisión personal y lo cierto es que, por lo general, cuando ocurre a la inversa y el funcionario tiene algún problema en su escritorio, siempre hace uso de su columna periodística para, desde ahí, y con el poder de su cargo, resolver el entuerto que surgió o aclarar malentendidos o amonestar empleados. De hecho, a partir del sexenio de Vicente Fox, los escritores insaciables de becas fueron convertidos en agregados culturales por recomendación de Jorge Castañeda, el promotor del voto inútil, ¿se acuerdan?, y todos tenían tribunas periodísticas desde las que operaban como funcionarios defendiendo al gobierno y hasta cooptando activistas opositores a él.
Por las mismas razones por las que es muy difícil creerle a un crítico literario en un cargo público, es ingenuo confiar que el periodista o escritor o artista metido a funcionario no rebasará esa línea. Muchos artistas amados por su público en gran parte debido a su carácter subversivo han enfrentado esta paradoja. No todos la han librado bien. En un artista provocador, la confesión de su clasismo habría cumplido su objetivo: enardecer al público (y tal vez, con suerte, confrontarlo). En un funcionario público, el desplante ofende y hace dudar sobre sus criterios como servidor. 
Igualmente ofensiva fue la presentación de Juan Gabriel en Bellas Artes, y es también inaceptable es que un senador sin conocimiento de música y con muy mal gusto pida que le cambien el nombre a Bellas Artes y ahora se llame Juan Gabriel. ¿Pero qué se puede esperar del PT?

ACTUALIZACIÓN 3.SEPT.2016: La siguiente noticia no es broma: Ayer corrieron a otro funcionario, Irving Berlin, director de Cultura del Ayuntamiento de Mérida, por no alabar a Juan Gabriel y escribir que "le daba hueva". Ni siquiera un artículo, sino un tuit, le valió el puesto...

2 comentarios:

  1. Desgraciadamente, además de lo que bien señalas, Malú, muchos empleados -cualquiera que sea su nivel- del aparato burocrático del Estado mexicano, mantienen veladamente o no posturas de clase y homofóbicas. No sé cuál de estas dos es peor. Nicolás Alvarado responde a este perfil, que también incumbe a elementos de los partidos políticos de todo el espectro del sistema mexicano, a las instituciones culturales y artísticas, y se halla también en ámbitos educativos y de la comunicación social. Palabras como joto y naco, que están tan presentes en el vocabulario de estos mexicanos, encierran todo el desprecio por lo otro y por los gustos populares, de los pobres. Nicolás Alvarado es nada más el jalón de la cobija que le destapó los pies al muerto.

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