lunes, 24 de febrero de 2014

Buenas noticias de mi editorial

Amados contertulios, contertulias y lectores:

               Les tengo varias noticias. A quienes han estado preguntando por El suicidio y otros cuentos, me informan de la editorial que, aunque no se puede encontrar por ahora en la Feria de Minería, pronto estará a la venta en México y será ampliamente distribuido (¡por fin!).
     Por otra parte, SalinatoVersión 2.0 ya se puede adquirir en línea no sólo para su lectura en pantalla sino para descargarse en formato PDF, imprimirse y sacarle cuantas copias pirata deseen los lectores (y para revenderlo) antes de que aparezca su versión impresa también este año. Esperemos que sea éste el principio de una próspera colección con la participación de algunas de las mejores plumas independientes de nuestro país.
     Y próximamente —gracias al interés que ustedes han mostrado cuando van a las librerías y preguntan por mis libros en lugar (o además) de comprar los que se anuncian como best-sellers de Alfaguara—, la editorial Plaza y Valdés estará reimprimiendo nuevas ediciones mi obra. Por su insistencia es que mis libros no se quedan en bodegas, a pesar de que mi cara no está en los restaurantes ni en los escaparates del Fondo de Cultura Económica. De hecho el “problema” -no sólo para mis enemigos, sino para una editorial mexicana que no ha sido devorada por los grandes consorcios y necesita refinanciarse-, es que mis ediciones se agotan.
        Mientras tanto, y hasta que aparezca mi obra redistribuida, estaré publicando en este espacio algunos fragmentos.
     Como habrán notado algunos, estoy recurriendo al autofinanciamiento poniendo algunos anuncios. Por un lado, me cansé de proporcionar ideas editoriales para las revistas de mis enemigos y hasta para los blogs de becarios o ex becarios del Fonca y ser la única que no cobra por ello. Pero también, por necesidad. Espero que no les resulte molesto a la vista, pero cada vez que visitan a mis patrocinadores (al calce de cada apunte), me ayudan a mí y a los proyectos colectivos que emprendo.
     A continuación, uno de los capítulos del libro El álbum de la obscenidad. Crónicas y relatos de la vida y la guerra en Nueva York después del 11 de septiembre de 2001.

LA ESTATUA DE LA DISCORDIA

1. Incendios varios.

Empezó como cualquier otro alud de propaganda. En honor a los bomberos caídos durante los ataques del 11 de septiembre, se levantaría un monumento representativo de esa imagen televisada e infinitamente retransmitida que había presentado, junto a la bandera del país clavada sobre los escombros, a tres bomberos cubiertos de tierra, desolados, trabajando. Los héroes de Nueva York recibirían su justo reconocimiento en un acto en el que se escucharía Dios bendiga América y en el que, seguramente, el alcalde pronunciaría un sentido discurso.
            Tal parecía que no había nada más que decir.
            Pero lo hubo.
            La escultura albergaba una yesca que ni los aptos bomberos neoyorquinos podrían apagar. Y, como en los incendios, el material inflamable abandonado en otras habitaciones se prendería, provocando reacciones en cadena.
Una vez mostrada la obra, las voces del pluralismo cosmético se levantaron en micrófonos: que por qué las estatuas son blancas —decían—, si hay negros y latinoamericanos (o, como la tolerancia artificial obliga a decir en Estados Unidos, Afroamericanos y Latinos, así con mayúsculas aunque sea en español y no en inglés, quizás para infundir más respeto).
            Al escultor no se le había ocurrido. Entre otros motivos acaso, porque efectivamente la mayoría de los bomberos que laboran en el servicio neoyorquino está conformada por blancos, y la mayoría de los que se encontraban ahí ese día junto a una bandera al momento en que se tomaron las fotos que recorrieron el mundo, también lo eran. Esto es una realidad. A simple vista es posible advertir que en cada gremio de trabajadores de servicios públicos y privados de la ciudad predomina un grupo racial: de haberse tratado de conductores de autobuses o de carteros, por ejemplo, para hacer honor a la verdad, las estatuas habrían debido ser las de tres trabajadores negros. Si de dueños de misceláneas se tratase, coreanos; si de cajeros, puertorriqueños, y si de peones, mexicanos. Posiblemente, por tanto, no habían operado criterios racistas en el diseño de la escultura y sí, en cambio, al momento de contratar al personal de cada gremio y de cada puesto, de manera que las protestas tampoco surgían por meras ocurrencias. El hecho de que tuvieran que ser escuchadas, de que la escultura debiera ser reemplazada por una nueva y que se destinase tiempo y presupuesto para hacer tantas modificaciones indicaba la magnitud del conflicto subyacente.
            Estaban sobre un campo minado de heridas derramadas por la intolerancia racial, y los símbolos servían justamente para ahorrarse la curación. En tiempos en que los hindúes se veían obligados a poner letreros en sus establecimientos que rezaban: Mi religión no es islámica por miedo a ser agredidos por sus pasajeros; en días en que unos taxistas que usaban turbante eran apedreados por algunos ofendidos transeúntes, la única controversia de solución inmediata y más barata era la de la tal escultura de realismo populista. Ahora muestra a un bombero negro, uno blanco, y uno de tipo latinoamericano caribeño, trabajando en las ruinas del World Trade Center.
            —Lo que yo digo nada más es que este monumento no se apega a la realidad —declaró un bombero neoyorquino ante las cámaras de televisión, y sería difícil refutarlo. Más fácil es considerarlo un blanco racista que pensar en sus motivos.
            Sin embargo, los había. El fuego de controversias raciales era apenas la cresta visible de una estructura donde la humareda se hacía abundante y tóxica. No en vano, un bombero blanco —habituado a trabajar diariamente con algunos negros y latinoamericanos; acostumbrado, además, a rescatar a personas de todas las razas y de todas las nacionalidades— con semejante declaración pública se creaba, por lo menos, un ambiente de trabajo difícil. ¿Era tan racista o tan torpe como para no considerar cómo lo recibirían sus compañeros negros, dominicanos o puertorriqueños al día siguiente de haberlo visto en la televisión? Cuesta un poco creerlo. En cambio, lo cierto es que el escándalo por las estatuas se había suscitado semanas después de que otro más incontrolable amenazara.
Una incomodidad disimulable ante la opinión pública oficial son los negros y los latinoamericanos quejándose de que nadie les hace caso, y otra muy distinta son los bomberos —blancos— organizados en contra de las autoridades municipales. Eso es exactamente lo que había ocurrido.
Y el gran problema para las autoridades, por cierto, es que sí son blancos: el escultor no estaba mintiendo. Su voz es más importante en el planeta.
Desde el día en que los aviones-bomba se estrellaron contra los edificios, los bomberos, junto con los policías, habían sido venerados como héroes de la nación por su notable trabajo de rescate. Una ilustración titulada Las otras dos torres de Nueva York que circulaba por la ciudad y que aparecía pegada en vitrinas y ventanas mostraba a un policía y a un bombero (blancos ambos) del tamaño de las Torres Gemelas, rodeados del resto de los rascacielos. La necesidad de desahogo colectivo se volcaba en agradecimiento. La gente en la calle prorrumpía en aplausos cada vez que veía a un carro de bomberos pasar. El alcalde de la ciudad no escatimaba alabanzas para ellos cada vez que hacía uso de la palabra, ni homenajes, al punto del humor involuntario, cuando hasta al programa cómico Saturday Night los llevó, la noche en que decidió declararlo simbólicamente reanudado con su presencia (“vamos a estar asistiendo a muchos funerales y vamos a tener que saber reír y llorar”, había dicho).
Sin embargo, al concluir octubre, para sorpresa de la población y sobre todo de los servicios de emergencia, ese mismo alcalde que se había deshecho en elogios ordenó una drástica reducción de personal de rescatistas y bomberos en la zona de desastre, alegando que su permanencia era peligrosa.
Para mayor estupor de la gente, los trabajadores del cuerpo de bomberos se negaron a retirarse. No querían irse sin haber hecho todo lo posible por recobrar de los escombros los restos humanos de sus compañeros y de los miles de civiles asesinados. Estaban dispuestos a desobedecer las órdenes del gobierno de la ciudad, si era necesario, para cumplir con su deber.
Los llamados héroes daban la talla de su definición: organizaban manifestaciones y plantones; levantaban barricadas, dispuestos a desafiar la autoridad del hombre que, a raíz de la tragedia, acababa de ser ascendido de alcalde a caudillo.
Era un fenómeno imposible. No cabía en la historia de la “guerra contra el terror” que el presidente de la nación estaba emprendiendo. El alcalde-caudillo dio entonces órdenes a la policía de deshacer la manifestación. Al ofrecer resistencia, una docena de bomberos fue arrestada, y ante los ojos estupefactos de la población, hubo golpes. Porque, claro, “las otras dos torres de Nueva York” no eran gemelas.
Mientras tanto, ningún periodista norteamericano ni extranjero ni ningún corresponsal espontáneo de la red de comunicación ciberespacial independiente mencionó la sucesión de dos hechos que no había manera de considerar aislados, en tanto que ambos ocurrían no sólo en el mismo país, no sólo en la misma ciudad y no sólo en la misma colonia, sino exactamente dentro del mismo perímetro: la zona de desastre. Se calcula que enterradas bajo los escombros de la Torre Cuatro del World Trade Center había aproximadamente 379038 onzas de oro y 30.2 millones de onzas de plata para futuros contratos comerciales del New York Mercantile Exchange. En cuanto el oro y la plata fueron encontrados y puestos en resguardo fue cuando se les ordenó a los bomberos retirarse.
Sólo un televidente norteamericano no ve la relación. Es fácil comprender, sin embargo, qué les indignaba tanto. “Disculpen las molestias, pero su trabajo no era por los familiares de los difuntos, sino por el oro; gracias por su cooperación”, se escuchaba quizás en el trasfondo de la orden de abandonar la zona de desastre.
Después de eso fue que ocurrió el altercado con la escultura, cuya finalidad, además de homenajearlos, también servía para aplacarlos tras las protestas y los arrestos ocurridos. Pero Nueva York es un hervidero de ofensas irresueltas, y lo que la veracidad de las estatuas produjo fue otra discordia más.



2. Los ciertos casos.

—Lo que están haciendo los bomberos es pecado —anunció el alcalde la noche en que hubo arrestos— y lo digo en un sentido moral.
Su veredicto fue pronunciado tras una de las jornadas en que la Fuerza Aérea estadounidense lanzaba bombas y paquetitos de comida sobre Afganistán. De manera que el sentido moral en el que lo decía era el profesado por una religión que no condena matar en ciertos casos, pero sí hacer manifestaciones callejeras en otros. Especialmente cuando las dichas manifestaciones, se entiende, son por un permiso para recobrar los restos de las víctimas de ataques perpetrados por otra religión que tampoco condena matar en ciertos casos.
Por aquellos mismos días, una señora que tampoco consideraba pecado bombardear a sus enemigos en ciertos casos, se preguntaba desesperadamente —y por televisión— que “dónde había estado Dios”, el 11 de septiembre. Su evangelista, también por televisión, le contestó:
—Dios estaba allí mismo, llevándose a las víctimas al cielo.
—¡Qué bonito! —dijo la señora.
—Ay, qué bonito —coreó la conductora.
Cabe recapacitar sobre esta imagen de Dios en su vehículo de cargamento celestial sobre el World Trade Center, particularmente porque, según la religión de los asesinos, Dios también estaba ahí mismo sobre las Torres Gemelas, llevándose a los secuestradores.
No queda más que desearles que esas labores de rescate del Dios de la señora televidente no hayan encontrado tantos obstáculos con el Dios opuesto. Al menos, no tantos como encontraron los bomberos pecadores con la policía.

2 comentarios:

  1. Excelente relato para reflexionar sobre las contradicciones y crímenes del poder.

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  2. Hoy tengo algo que compartir contigo, Malú: en 2014 me encomendaron un curso de lectura y comprensión para el personal de alguna oficina de gobierno. Como la mayoría eran mujeres adultas, incluí algunos trozos de tu Album así como tu Comida teológica. Aunque las más jóvenes conectaron de inmediato con tus argumentos, los mayores (mujeres y hombres) no hicieron más que tildarte de “feminista” (pero como una feminista ofensiva y por lo tanto, con ganas de ofender, pues la verdad es que tampoco comprendían a la primera) y yo me quedé con un sentimiento de “demasiado tarde”. Ahora que lo pienso, me parece que esta situación podría sonar divertida si obviáramos la tragedia que representan los profesionistas que no leen y si leen, no entienden. Pero ayer me encontré con una de aquellas mujeres: con alborozo, me agradeció el curso y me contó que le había encantado la lectura “que sirve para ver lo que hay detrás”, que había sido un descubrimiento para ella; me contó cómo se apropió de la lectura para ver las noticias sobre los EE UU; en fin, me transmitió su alegría.

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